martes, 28 de febrero de 2017

La muerte de Jesús es la fuente de nuestra confianza


DOM Columba Marmion

La muerte de Jesús es la fuente de nuestra confianza, pero para que sea plenamente eficaz, debemos participar en su pasión; sobre la cruz, Cristo Jesús nos representa a todos; pero sufrió por todos nosotros; no nos aplica los frutos de su inmolación si no nos asociamos a su sacrificio.

¿Cómo tomaremos parte en la pasión de Jesús?
La primera es contemplar a Cristo con fe y amor, en las etapas de la vía dolorosa. Cada año, durante la semana santa, la Iglesia revive con Jesús, día por día, hora por hora, todas las fases del sangriento misterio de su divino esposo. Pone a sus hijos delante del espectáculo de esos sufrimientos que han salvado a la humanidad.


En otros tiempos, las obras serviles estaban prohibidas durante esos días santos; había que sobreseer los procesos, suspender todo negocio, y los pleitos no estaban en lo absoluto autorizados. El pensamiento de un Hombre Dios rescatando al mundo mediante sus dolores, ocupaba a todos los espíritus, emocionaba a todos los corazones. ¡En la actualidad, un sinnúmero de almas salvadas por la sangre de Cristo, pasan esos días en la indiferencia! Seamos más fieles en contemplar, en unión con la Iglesia, los diversos episodios de ese santo misterio. Encontraremos una fuente de gracias invalorable.

La pasión de Jesús tiene tal lugar en su vida, es de tal manera su obra, ha agregado tal precio que quiso que nosotros la recordáramos, no sólo una vez al año, durante las solemnidades de la semana santa, sino cada día; instituyó Él mismo un sacrificio para perpetuar, a través de los siglos, la memoria y los frutos de su oblación del calvario; es el sacrificio de la misa: Hoc facite in meam commemorationem. Asistir a ese santo sacrificio u ofrecerlo con Cristo, constituye una participación íntima y muy eficaz en la pasión de Jesús.

Sobre el altar, en efecto, lo sabemos, se reproduce el mismo sacrificio que en el calvario; es el primer pontífice, Jesucristo, que se ofrece a su Padre por manos del sacerdote; es la misma víctima; sólo difiere la manera de ofrecerlo. Decimos a veces: “¡Oh! ¡Si hubiese podido encontrarme en el Gólgota con la Virgen, San Juan, Magdalena! Pero la fe nos pone delante Jesús que se inmola sobre el altar; renueva de una manera mística su sacrificio, para hacernos formar parte de sus méritos y de sus satisfacciones.


No lo vemos con los ojos del cuerpo, pero la fe nos dice que está ahí, para los mismos fines por los cuales se ofreció sobre la cruz. Si tenemos una fe viva, nos hará prosternarnos a los pies de Jesús que se inmola; nos unirá a Él, a sus sentimientos de amor hacia su Padre y hacia los hombres, a sus sentimientos de odio contra el pecado; y nos hará decir con Él: “Padre, aquí estoy para hacer tu voluntad”: Ecce venio ut facial, deus, voluntatem tuam .

Penetraremos sobre todo en esos sentimientos, apenas ofrecidos, con Jesús, nos unimos a Él mediante la comunión sacramental. Entonces, Cristo se entrega a sí mismo, como aquel que viene a expiar y a destruir en nosotros el pecado. Sobre la cruz, nos hace morir con él al pecado: “He sido, dice San Pablo, crucificado con Cristo” . En esos instantes supremos, Cristo no nos ha separado de Él; nos ha dado la posibilidad de destruir en nosotros el reino del mal, causa de su muerte, con el fin de que formásemos parte de “la asamblea santa e irreprensible de los elegidos”: Sine ruga, sine macula.

Finalmente, podemos, también asociarnos a este misterio soportando, por amor a Cristo, los sufrimientos, y las adversidades que, en los designios de su providencia, permite que suframos.

Cuando Jesús se entregaba en el Calvario, doblado bajo su pesada cruz, sucumbió bajo la carga; a Él que la Escritura llama “la Fuerza de Dios”, Virtus Dei , lo vemos humillado, débil prosternado en tierra. Es incapaz de cargar su cruz. Es un homenaje que rinde su humanidad al poder de Dios. Si hubiese querido, Jesús hubiera podido llevar su cruz hasta el calvario; pero en ese momento, la divinidad quiere, para nuestra salvación, que la humanidad sienta su debilidad, para que ella nos valga la fuerza de soportar nuestros sufrimientos.

A nosotros también, Dios nos da una cruz a cargar, y cada cual piensa que la suya es la más pesada. Debemos aceptarla, sin razonar, sin decir: “Dios habría podido cambiar tal o cual circunstancia de mi existencia”. Nuestro señor nos dice: “Si alguien quiere ser mi discípulo, que tome su cruz, y me siga” .

En esta aceptación generosa de nuestra cruz, encontraremos la unión con Cristo. Porque, hay que remarcarlo bien: cargando nuestra cruz, tomamos verdaderamente nuestra parte de la de Jesús. Hay que considerar lo que está relatado en el Evangelio. Los judíos, viendo debilitarse a su víctima, y temiendo que no llegaba hasta el Calvario, detienen aun caminante, Simón de Cirene, y lo fuerzan a ayudar al Salvador . Como se acaba de decir, Cristo hubiera podido, si lo hubiese querido, sacar de su divinidad la fuerza necesaria; pero consintió en ser socorrido. Quiere mostrarnos mediante esto, que cada uno de nosotros debe ayudarlo a llevar su cruz. Nuestro Señor nos dice: “accedan a esta parte que, en mi presciencia divina, en el día de mi pasión, les reservé de mis sufrimientos”. ¿Cómo rehusaríamos aceptar de manos de Cristo, este dolor, esta prueba, esta contradicción, esta adversidad? ¿beber algunas gotas de ese cáliz que Él mismo nos presenta, y que él bebió primero? Digámosle pues: “Sí, divino Maestro, acepto esta parte, de todo corazón, porque viene de ti”. Tomémosla, pues, como Cristo tomó su cruz, por amor a Él y en unión con Él. Sentiremos, a veces, bajo el peso, que nuestra espalda cede; San Pablo nos confiesa que algunas horas de su existencia estaban tan llenas de penas y contrariedades que “la vida misma le era una carga”: Ut taederet nos etiam vivere . Pero. Como el gran Apóstol, miremos a Aquél que nos amó hasta entregarse por nosotros; esas horas en que el cuerpo es torturado, en que el alma es torturada, en que el espíritu vive en las tinieblas, cuando se hace sentir la acción profunda del Espíritu en sus operaciones purificadoras, unámonos a Cristo con más amor todavía. Entonces, la virtud y la unción de su cruz se comunicarán a nosotros, y nosotros encontraremos en ella, con la fuerza, la paz y esta dicha interior que sabe sofreír en medio del sufrimiento: Superabundo gaudio in omni tribulaciones nostra .

He ahí las gracias que Nuestro señor nos ha merecido, Cuando, en efecto, subía al calvario, ayudado por el cireneo, Cristo Jesús, Hombre Dios, pensaba en todos los que en el curso de los siglos, lo ayudarían a llevar su cruz aceptando las suyas; mereció, para ellos, en ese momento, gracias inagotables de fuerza, de resignación y de abandono que les harían decir como él: “Padre, que se haga tu voluntad, no la mía! ¿Por qué, pues?

Hay una verdad capital que debemos meditar. El Verbo encarnado, jefe de la Iglesia, hizo su parte, la más grande, la de los dolores; pero quiso dejar a la Iglesia, que es su cuerpo místico, una parte de sufrimiento. San Pablo nos hace entender mediante una palabra profunda, a pesar de su aspecto extraño: “Lo que falta a los sufrimientos de Cristo lo termino en mi propia carne, por su cuerpo que es la Iglesia” . ¿Falta, entonces, algo a los sufrimientos de Cristo? No ciertamente. Han sido superabundantes, inmensos; y su mérito es indinito: Et copiosa apud eum redemptio. No falta nada a los sufrimientos por los cuales Cristo nos ha salvado. ¿Entonces por que San Pablo habla de “complemento” que aporta? San Agustín nos da la respuesta: “El Cristo total, dice, está formado por la Iglesia unida a su Jefe, a su cabeza, que es Crsito; el jefe sufrió todo lo que debía sufrir; queda que los miembros, si quieren ser dignos del jefe, deban, en su momento, soportar su parte su parte de dolores”: Implatae erant omnes passiones, sed in capite: restabant adhuc Christi passiones in corpore; vos autem estis corpus Christi et membra .

Por tanto, tenemos, como miembros de Cristo que unirnos a sus sufrimientos; Cristo nos ha reservado una participación en su pasión; pero al hacerlo, colocó al costado de la cruz la fuerza necesaria para cargarla. Porque dice San Pablo “habiendo experimentado el sufrimiento, se hizo para nosotros un pontífice lleno de compasión”

Hay más todavía; habiendo obtenido, para nosotros, la gracia de cargar nuestra cruz con él, Cristo Jesús nos dará, igualmente, la de compartir su gloria, después que estemos asociados a sus sufrimientos. Si tamen compatimur, ut et conglorificemur . Tanto para nosotros como para Él, esta gloria será proporcional a nuestra “pasión”. La gloria de Jesús es infinita, porque en su pasión, tocó, siendo Dios, el abismo del sufrimiento y de la humillación. Y es “porque se anonadó tan profundamente que Dios le dio tal gloria”: Propter quod et Deus exaltavit illum .

La pasión de Jesús, en efecto, por más capital que sea en su vida, tan necesaria como sea para nuestra salvación y santificación, no termina por el ciclo de sus misterios.

Se ha destacado, leyendo el Evangelio, que cuando Nuestro Señor habla de su pasión a los Apóstoles, agrega siempre que “resucitará al tercer día”: Et tertia die resurget . Esos dos misterios se encadenan, igualmente en el pesamiento de San Pablo, sea que hable de Cristo, sea que haga alusión al cuerpo místico . Ahora bien, la resurrección marca para Jesús la aurora de su vida gloriosa.

Por eso la Iglesia, cuando conmemora solemnemente los sufrimientos de su Esposo, mezcla sus sentimientos de compasión con acentos de triunfo. Los ornamentos de color negro o violeta, el despojo de los altares, las “lamentaciones” tomadas de Jeremías, el silencio de las campanas dan testimonio de la amarga desolación que oprime su corazón de Esposa en esos días aniversarios del gran drama. ¿Y qué himno hace resonar? Un canto de triunfo y de gloria: Vexilla regis prodeunt: El estandarte del rey avanza, brilla aquí el misterio de la cruz…eres hermoso, esplendoroso, árbol adornado con la púrpura real. ¡Dichoso tú que cargaste, suspendido en tus brazos, a Aquel que fue el precio del mundo!... ¡Me das, oh Dios, la victoria por la cruz; dígnate salvarnos, regirnos por siempre! “¡Exalta, lengua mía, los laureles de una acción gloriosa! Sobre los trofeos de la cruz, proclama el gran triunfo; Cristo, redentor del mundo, sale vencedor del combate entregándose a la muerte”. “Cristo es vencedor por la cruz”: regnavit a ligno Deus. La cruz representa las humillaciones de Cristo; pero desde el día en que Jesús fue clavado, ocupa un lugar de honor en las Iglesias. Instrumento de nuestra salvación, la cruz se ha convertido, por Cristo, el precio de su gloria: None haec oportuit pati Christum, et ita intrare in gloriam suam ? Lo mismo es para nosotros. El sufrimiento no tiene la última palabra en la vida cristiana. Después de haber participado en la pasión del salvador, comulgaremos con su gloria.

La víspera de su muerte, Jesús decía a sus discípulos: “Vos estis qui permansistis mecum in tentationibus meis”: “Ustedes permanecieron conmigo en las pruebas”; y agrega inmediatamente, y yo en pago, les preparo un reino, como mi Padre me lo ha preparado”:Et ego dispono vobis sicut disposuit mihi pater meus regnum . Esta promesa divina nos alcanza igualmente. Si “permanecemos con Jesús en las pruebas”, si a menudo hemos contemplado con fe y amor, sus sufrimientos, Cristo vendrá, cuando suene nuestra hora, a llevarnos con él para hacernos entrar en el reino de su Padre.

El día llegará, más pronto de lo que pensamos, en la muerte está próxima; estaremos extendidos sobre nuestro lecho sin movimiento; aquellos que nos rodeen, nos mirarán silenciosos en su impotencia por ayudarnos; no tendremos ningún contacto vital con el mundo exterior; el alma estará a solas con Cristo. Sabremos entonces lo que es “permanecer con él en las prueba”; lo escucharemos decirnos, en esta agonía que es ahora la nuestra, suprema y decisiva: “No me dejaron en mi agonía, me acompañaron cuando iba al calvario a morir por ustedes; aquí estoy yo ahora, estoy cerca de ti para ayudarte, para tomarte conmigo; ¡no teman, tengan confianza, soy yo!” Ego sum, nollite timere! Podremos decir entonces: Etsi ambulavero in medio umbral mortis, non timebo mala; quoniam tu mecum es : “Os Señor, ahora que las sombras mismas de las muerte me rodean ya, ¡no temo porque tu estás conmigo!

Dedicado a la memoria de Augusto Crd. Vargas Alzadora.
Traducido del francés por José Gálvez Krüger para Iglesia del Cardo